sábado, 2 de julio de 2011

Irelix



¿Un Dios puede pecar?

Esa pregunta me la hice hará inmemoriales años, antes de queel ser humano fuese una raza evolucionada como es hoy día. Y hallé larespuesta, hace no tanto como me hice la pregunta. Pero suficiente tiempo atráscomo para que de mi mente se hubiese borrado. Y por desgracia, mi piel hablapor mi mente.

Mi historia comienza, cuando era un humano más, que convivíacon otras razas, como los semi humanos, semi lagartos a los que tiempo despuésllamaron “Bangaa” y los Moguris. Una extraña raza de pequeña estatura y aspectode conejo, que un día aparecieron en algún lugar del planeta, sin que nadiesupiera de dónde venían. Hasta ellos olvidaron sus orígenes.

Mi nombre, en aquella antigua época, era “Rel”. Simple, ycomún entre los míos. Éramos una tribu, asentada en la falda de una cadena demontañas que alcanzaban el cielo. Su pico se perdía de la vista. Y sentado enla rama de un árbol, me preguntaba: “¿Un Dios puede pecar?”

Y al instante, reflexionaba. Volvía a preguntarme. “¿LosDioses existen?” No sabía la respuesta a aquellas preguntas que me perseguían,a veces, hasta en sueños.

Fue cuando caí al abismo. Cuando sentí mi cuerpodesfallecer, morir antes de caer. Fue aquel mísero segundo, en el que losDioses se apiadaron de mí y me recompensaron.

Aquel día, simplemente subí hasta casi la cima donde decíanque habitaban los dioses en un templo hecho de piedras hermosas.

Ellos me observaron. Me retaron a seguir subiendo mientrasellos reían. Pasé noches trepando. El hambre y el cansancio se hicieron mis másinseparables amigos y temores. Al quinto amanecer, divisé la cima, y un amasijode nubes y nieblas que se conjuraban y giraban entre sí.

“El templo… ¡Ya lo veo!” Grité de júbilo. Todo lo queansiaba. Todas mis respuestas aguardaban a unos metros por encima de mí. Podríapreguntarles todo lo que ignoraba. Y mejor aún: sabía que ellos existían. Todosmis rezos y alabanzas no habían sido en vano. A pesar de que mis fuerzasestaban mermadas, y todo mi cuerpo pintado en caos con heridas, puse undecidido pie en un resquicio sobresaliente para seguir. El siguiente pie sebalanceó y se burló de mí. Al segundo, caía a una velocidad extrema y sentímorir.

Los Dioses jugaron con mi futuro en ese momento. Noesperaban que me fuese a morir, y menos después de tanto esfuerzo.

A partir de ahí, mi historia se hace confusa. Básicamente,aquellos Dioses me dieron el poder del aire; en semidios me convertí. Con eltiempo, me enseñaron a dominar lo que se ocultaba dentro de mi, y cuando llegóel momento (cien o doscientos años después, no lo sé. ¿Qué más da? Junto con elviento, la inmortalidad fue parte de mi ser) me rebautizaron. Ïrelix desde esemomento fui, y Rel no era más que una sombra de lo que era. Cuando era mortal,vulnerable, necio.

Formé parte del panteón y durante un tiempo, goberné enaquel templo celestial junto a ellos. Observando el mundo, comprendiendo cómolos seres vivos peleaban y se superaban continuamente. Veía cómo los Mogurisempezaban a desarrollar unas diminutas alas y a establecerse en lugares altos.Los Bangaas emigraron a lugares desérticos porque su forma de ser se adaptabamejor a esas condiciones. En cambio, los humanos se expandieron por todo elmundo, evolucionando también a gran velocidad.

Me sentía bien sentado en mi trono, dominando las corrientesde aire, formando de cuando en cuando huracanes, destruyendo. Pero tambiéntraía vientos favorables para la polinización, creando. Cuando se es Dios,aprendes a ser neutral con todo. Todo lo que destruyas deberá ser creado de nuevo.Esa era nuestra regla. Pero tampoco laúnica. La segunda era “Nunca deberás cuestionar los actos de otro Dios” .

Nuestro panteón se formaba de cinco Dioses, contándome a mí.Uno por elemento.

Ninguno gobernaba sobre otro, y todos en el templo juzgábamos y dominábamos aquel mundo que años atrás bautizamos como “Midvalel”.

De cuando en cuando, las noches que contemplaba las estrellas, recordaba cuando era humano, los recuerdos en mi aldea natal, jugando y cazando, sin preocupaciones divinas. Una noche en especial, después de pasar la mirada por el manto oscuro y moteado del firmamento, quise despejar mi mente como hacía en antaño. Lavándome con agua la cara y la cabeza.

Mientras me aseaba el pelo, recordé que podría bajar al mundo de los mortales. Existe una fina barrera, entre el mundo y nuestro templo, que los Dioses pueden pasar, pero los otros seres no.

Me transformé en una majestuosa águila y bajé desde mi templo a donde antiguamente se alzaba mi pueblo.

La visión que me aguardaba allí me dejó paralizado. Pero era simple: Mi pueblo estaba siendo ahogado por la lava de un volcán erupcionando. “¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿Qué debo…?” Preguntas que nunca concluía se agolpaban en mi cabeza, estrellándose las unas contra las otras, sin dejar ver ninguna respuesta. De nuevo, como águila subí a gran velocidad hacia el templo y mientras el viento me hacía más fácil la subida, me acordé de que todo desastre tiene un causante. ¿Qué ser conjuraba a los volcanes y al fuego? Gaerog.

Entré en el templo como una exhalación y me materialicé de nuevo en mi aspecto normal.

“¡¡GAEROG!!” Grité con toda la fuerza de mí ser. Al instante, él se apareció a un par de metros frente a mí. Un ser con una musculatura sobre natural, más de dos metros de altura y solo llevaba una especie de manta vieja rodeándole la cintura, a modo de taparrabos.

Le expliqué con furia en mis palabras lo que había visto y exigí respuestas, más él solo se encogió de hombros y dijo “Ya lo compensaré”.

En mi interior ardía de rabia y mis sentimientos humanos afloraron. La primera pelea entre Dioses comenzó allí mismo, en aquel momento.

Mi arma predilecta era una espada a la que apodé “Preciosa”. Me ceñí el sombrero que siempre dormitaba en mi cabeza y al instante, empecé anotar un sabor agridulce en la boca. “¿A esto sabe la batalla?” me pregunté antes de lanzarme al ataque.

El combate no duró demasiado, no fueron más que unas pocas arremetidas y nadie llegó a herirse. Lo cual, tiempo después, me hizo cuestionarme otra cosa… “¿Puede un Dios morir a mano de otro Dios?” Quién sabe. Lástima que aún no haya encontrado la respuesta.

A los pocos minutos de empezar la pelea, los otros tres Dioses que terminaban nuestro panteón aparecieron en la sala y nos separaron.

El Juez de nuestros actos fue… no sabría explicar quién fue sin antes retroceder a la creación del universo. Nosotros, los Dioses de los elementos, somos dueños de nuestro elemento correspondiente. Yo domino el aire y los vientos. Gaerog el fuego. Heraeo, las aguas y los mares, Dudraea, el suelo terrestre y las montañas. En cambio, el quinto Dios… no dominaba nada, pues todo era suyo. Los otros Dioses, al yo formar parte del panteón, me informaron de que él era la misma creación. Y, a pesar de que podría tomar cualquier forma, siempre se mostraba (cuando se mostraba) como un haz de luz. Una cascada infinita de resplandecientes y pequeñas estrellas.

Todos los hechos dieron que yo era el culpable, y yo debía de ser castigado, por cuestionar los actos de otro Dios. Muchas vidas se perdieron aquel día, pero años después, esa tierra sería fértil y estaría llena de vida. Un ciclo infinito.

Mi condena se pensó durante cien años (tiempo efímero para un Dios) y en ese tiempo, me encerraron en una sala bastante amplia, con un lecho (a pesar de que no necesitaba dormir) y un espejo enorme.

Pasaba la mayor parte del tiempo, pensando, recapacitando, y haciéndome más fuerte.

Entrenaba y descansaba, y mi único compañero, era una serpiente que sin saber cómo, apareció en mi habitación una noche. Le daba de comer ratones que cazaba usando el viento y haciendo que flotasen durante minutos en el aire hasta colarse por la ventana de mi habitación. Un vínculo bastante fuerte se forjó entre bestia y Dios. Le conté todos mis problemas, parte de mi historia, y la serpiente siseaba y sacaba su lengua en gesto de aprobación.

Al cabo de varios años, la serpiente creció tanto que debía usar hechizos para encogerla de nuevo y así alimentarla sin excederme cazando.

El día en el que se me juzgarían, cometí mi última osadía. Me miré por última vez al espejo (no había cambiado en cien años, ya que no había querido). Capa escarlata, sombrero, mis hermosas piedras cristalinas y a Preciosa ceñida a la espalda. Salí al encuentro, y antes que pudiesen siquiera articular una palabra, me lancé a la carga, como un perro acorralado que sabía que iba a morir.

No me importaban las consecuencias, arremetí contra todos, usé mis poderes y a punto de ganar estuve. Ellos no estaban preparados. No tuvieron tiempo de sacar sus armas y yo ya había obtenido ventaja para cuando se pudieron defender. Derroté con velocidad a Dudraea y Heraeo, y cuando me disponía a enfrentarme a Gaerog con mis últimas fuerzas, hizo aparición el quinto. Lo siguiente, transcurrió en apenas creo, unos segundos. Me cegó con un rayo de luz y oí cómo una voz que provenía del universo, que me hizo enmudecer, La voz sentenció que debía ser castigado. Y desaparecí junto a mi compañera serpiente que enroscada a través de mi cuerpo habitaba.

Escondido entre una vegetación tan frondosa que impide ver el suelo, un orbe yacía dormido desde hace milenios. En él, dos almas, una mayor que otra, duermen. La más grande, tiene un poder que iguala o incluso supera, a la de los Dioses. La menor duerme junto a la mayor y le da fuerzas. Ambos yacen encerrados, todo por el pecado de la rebeldía y el pecado de pensar como humano. Pecados, impensables para un Dios


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